¿Qué pasa en el aula cuando se aplica el Enfoque Centrado en la Persona?
Llevo diecinueve años trabajando como maestra a nivel primaria. No es labor fácil, he requerido de un sinnúmero de habilidades, actitudes y aptitudes. La mayoría no las tenía, las he ido desarrollando. Para empezar, nunca me imaginé lo demandante que sería estar a cargo de un grupo. Llegué muy entusiasta, joven, llena de materiales didácticos coloridos; lista para trabajar. En los primeros minutos sola con los niños, organísmicamente se reorganizaron mis prioridades y me di cuenta que la primera de mis responsabilidades era que regresaran sanos y salvos a casa. Sigue siendo prioridad su seguridad física en mi salón de clases, no niego que el aspecto académico es fundamental, después de todo a eso vienen a la escuela: a aprender. Y no lo puedo negar, aunque suene a cliché también: Todos queremos niños felices, aunque regresaré a este punto más adelante.
Para ser muy honesta, nada me preparó para el momento en el que me quedé a cargo de un grupo de niños: nada. No importó la teoría ni la técnica que había aprendido. Nadie lo dice, pero la verdad es que quedarse a cargo del grupo implica que el grupo te conceda el mando. No importa que edad tengan los alumnos, quienes por cierto tienen impresionantes habilidades intuitivas para detectar las debilidades del adulto que tienen enfrente; las intuyen, las vibran, las huelen y lo más importante: las explotan a su favor. Son brillantes.
Si lo describiera en términos teatrales, quedarse frente a grupo implica ser actor, dramaturgo, guionista, director, productor, acomodador, taquillero, tramoyista, técnico de audio e iluminación. Todo simultáneamente y sin tregua. El reflector nunca se apaga, nunca. Este oficio consiste en montar una obra en la que para tu mayor beneficio, más vale que logres involucrar al público, porque si aquello se convierte en monólogo, todo está perdido.
El primer año que di clases fue tal mi desgaste físico que en menos de dos meses bajé seis kilos. Me quedaba dormida en las clases de la universidad. Fui asumiendo mis roles intuitivamente, en medio del caos- porque digan lo que digan, nada de lo que había estudiado de Piaget, Vigotsky y Montessori me sacó del apuro en mis momentos de mayor necesidad. Anécdotas tengo muchas y variadas de ese año, mis alumnos eran niños de siete años. Fue estresante, exhaustivo, emocionante, gratificante y divertidísimo.
Mi primer ejercicio como maestra de empatía e intentar acercarme al mundo del otro, fue cuando me vi obligada a aliviar la pena, por tres semanas consecutivas, de un pequeño que lloraba desconsolado todas las mañanas porque su mamá no quería darle permiso de tener un elefante como mascota, un elefante real. Ningún elefante de juguete lo reconfortaba. El asunto para mí era de lo más trivial y jocoso, pero día tras día, podía ver que su dolor y decepción eran reales.
Ningún adulto lo podía consolar. Nosotros intentábamos razonar con él, no pudimos proporcionarle ningún razonamiento efectivo. Fueron sus compañeros los que hicieron una gran labor de acompañamiento, porque comenzaron a regalarle dibujos de elefantes que él empezó a coleccionar. Esa empatía grupal fue por mucho más efectiva que nuestros intentos adultos, fallidos por cierto, para ayudarlo a «superar» su frustración.
Así me di cuenta de lo limitado de mis herramientas, porque fueron muchos los momentos en que no supe qué hacer ni qué decir. Después comprendería que a veces la mejor respuesta es solo estar, solo ser. Ni hacer ni decir son pertinentes. Como cuando a mitad del año escolar falleció el papá de uno de ellos, o cuando una de mis niñas me preguntó por qué su papá no quería verla. El entrenamiento como docente suele centrarse en la transmisión efectiva de conocimientos, cuando en realidad lo más desafiante siempre ha sido y seguirá siendo para mí, este aspecto de acompañar la vida emocional de los alumnos. Aspecto que por cierto cada vez cobra más importancia.
Hace aproximadamente diez años, la persona encargada del departamento de psicopedagogía en el colegio donde trabajo, me pidió una cita para hablar de una de mis alumnas. Ese año impartía segundo de primaria. En la cita explicó que no podía revelarme los detalles familiares, pero que la situación que vivía esta pequeña en casa era caótica y que el colegio era el único ambiente sano con que contaba. Se me estrujó el corazón, ¿cómo podía ser eso? ¿El colegio su único ambiente sano? Me pareció desgarrador e inverosímil. Una década después el porcentaje de niños que vive esta situación ha aumentado notablemente en mis grupos. A veces para los niños, el colegio es su ambiente más sano.
Si tomo como cierta esta situación: para algunos de mis alumnos, mi salón de clase será, por un ciclo escolar, su única opción de un entorno nutricio; este hecho convierte mi labor en un compromiso, una oportunidad y un reto debido a que mi rol tiene límites claros. Soy solo su maestra de clase, pero también es amplio en el sentido de que soy un adulto que está con ellos cotidianamente. Se abre para mí la oportunidad de empatizar con sus circunstancias y su dolor durante un año y podré modelar actitudes que les sean de ayuda en un futuro.
Fue durante mis dos primeros años de trabajo escolar que empecé a darme cuenta de ciertas necesidades que los niños demandaban. No estaba yo inventando el hilo negro, nada que no haya sido mencionado por Maslow, por supuesto; pero no es lo mismo verlas en la pirámide, que vivir la investigación de campo. De las necesidades que yo debía satisfacer, había una en particular en la que no podía fallar. Porque de ser así, ellos vivían la falla como traición. Me excluían, por así decirlo, yo ya no era parte de ellos. Así empecé a observar y explorar, percatándome que mis niños, demandaban un trato justo. En ese momento yo lo enuncié como: «Los niños necesitan justicia.» Me di cuenta que podía equivocarme de muchas maneras y ellos podían pasarlo por alto, a excepción de la injusticia.
El establecer reglas claras y sobre todo, la aplicación sin excepción de ellas, tal vez haciendo ciertas modificaciones, pero sin hacer excepciones es fundamental. De ello depende mi validez como autoridad. No me retracto con respecto a la justicia, pero con el tiempo y más estudio me he dado cuenta que la necesidad más bien es la congruencia, la justicia se da por consecuencia.
Un niño para mantener su cordura, necesita un ambiente congruente y coherente. Es mucho pedirle a un pequeño que se ajuste a la ambigüedad, a los dobles mensajes. Aún así, un niño puede adaptarse a ello, pero se paga un precio muy alto y la confusión que albergan se manifiesta en diferentes ámbitos: inseguridad, baja autoestima, bajo aprovechamiento, comportamientos disruptivos, una respuesta inadecuada a la autoridad ya sea en forma de sumisión o rebeldía y muchas otras más.
Aprendí también que los niños no demandan perfección de sus adultos. De una manera muy natural son aceptantes y compasivos. Lo que sí necesitan es que el adulto reconozca sus propias fallas. Los niños pueden ser rencorosos, claro, es característica humana, pero con certeza digo que por regla general, cuando se le pide una disculpa honesta a un niño; él perdona. Me conmueve profundamente esa nobleza. Con el tiempo, he nombrado a esta necesidad de ellos como autenticidad. Puedo decir que en mi experiencia, solo puedo hacer contacto con un niño si me muestro en la grandeza y humildad de mi propia humanidad. Un ser humano frente a otro, un adulto y un niño… imperfectos, reales y vulnerables ambos.
Hablando de imperfección y vulnerabilidad, es primordial que un niño aprenda que tiene derecho a equivocarse. Más de una vez he visto terror en los ojos de alguien que no se sabe la respuesta correcta. Se quedan paralizados como si estuvieran acorralados, expuestos a un peligro tipo vida o muerte. Los motivos, la etiología del fenómeno muy variada, lo importante es abrir un espacio seguro para equivocarse, para que ellos experimenten que el error no significa fracaso o muerte.
He abierto espacios para explicarles que hay más de una forma de ser inteligente, que las calificaciones no siempre lo reflejan. Que todos tenemos diferentes tiempos, que aprender implica equivocarse, los errores son parte inherente del proceso. Errar es de humanos y en mi salón se pondera la humanidad, no la perfección. De paso, validar su experiencia en cuanto a la imperfección en los adultos que los rodean, que la autoridad también se equivoca. Que todos adultos y niños seguimos aprendiendo.
He visto a través de los años que los niños son altamente aceptantes, se les va quitando con los años. Necesitan hacerlo, es parte de los ajustes creativos que realizan para adaptarse a su entorno, sin embargo ellos me han modelado a mí cómo aceptar. Claro que es un arte mediar entre los estándares que se espera de ellos- en cuanto a los objetivos de aprendizaje que deben alcanzar y respetar el ritmo, el proceso, su singularidad. Me di cuenta que muchas de mis fricciones con ellos provenían de querer cambiarlos. Porque según mi opinión ellos podían «lograr más», explotar más sus capacidades, portarse mejor, alcanzar mejores promedios, convivir más sanamente, etc. Por decirlo coloquialmente, me daba por pedirle peras a los olmos. No vale la pena ni adentrarse en la anécdota de esos fallidos intentos.
Así constaté la resilencia de los niños y del uso de su voluntad. De cómo se resisten con todo su ser, por las buenas o por las malas, contra la intromisión en su personalidad. Para mí ha sido prueba inequívoca de la existencia y ejercicio del libre albedrío. Así que tengo que decir que me costó infinitamente, y solo lo he ido logrando a través de años de proceso terapéutico, el poder acercarme paulatinamente a la aceptación de que a los perales se les piden peras, así como a los manzanos, manzanas y a los nopales, tunas o espinas. Así las cosas, esa es la realidad.
El haberme especializado en Desarrollo Humano ha sido uno de los grandes aciertos de mi carrera, porque a través del Enfoque Centrado en la Persona encontré un marco teórico que explicaba y avalaba lo que había descubierto a través de mi experiencia. A mi estilo había instrumentado en mi salón de clases la empatía y la autenticidad, así que haciendo caso de mi autoevaluación, decidí implementar la actitud básica que según la tesis de Rogers no había incorporado: la aceptación positiva incondicional.
En el momento que decidí incursionar en la experiencia de ser aceptante, trabajaba con chicos de doce años. Esta decisión impactó mi experiencia, se expandieron mis fronteras. Afortunadamente, Rogers es muy elocuente y esperanzador en sus escritos, porque además de su inspiración y resultados documentados, necesité de una alta dosis de confianza en la teoría y valor para no claudicar. Admito que en algún momento la experiencia me aterró. Sucedió que en algún punto estos preadolescentes al sentirse aceptados y contenidos, se comenzaron a mostrar tales como eran y me di cuenta de forma inequívoca, que me era natural y fácil aceptar lo que se ajustaba a mi concepto de lo bueno y lo correcto; y lo difícil, casi imposible, que me era aceptar aquello que no entraba en mi concepto de lo conveniente.
Sabía que pasara lo que pasara debía mantenerme congruente. Fue una tremenda prueba, entrenamiento y proceso. Me vi frente a la posibilidad de discernir entre el ser de alguien y su hacer. Inicié mi aprendizaje de aceptar el ser y trabajar en moldear el hacer. Esa experiencia marcó mi vida, no sólo a nivel docente, sino a nivel personal. El vínculo que se formó entre nosotros no se ha disuelto ni aun con el paso de los años y la adolescencia de ellos. Regresan constantemente a platicarme sus descubrimientos de la vida y cada vez que vuelven me dejan lleno el corazón. Esta vivencia es la mayor prueba y aliciente para mí de lo que arroja el ejercicio de ser empático, auténtico y aceptante.
Enseñar implica una cantidad interminable de aprendizaje donde los roles se intercambian. Como bien se dice por ahí, los alumnos constantemente se vuelven grandes maestros. Lo que he aprendido es que bajo ninguna circunstancia puede intercambiarse el rol del adulto. No asumir el rol del adulto como adulto, es un inmenso abuso. Un niño necesita contención, protección a través de los límites. Ya le corresponderá hacerse cargo de sí mismo. Muchos adultos oscilamos entre nuestra prisa de hacerlos crecer a destiempo o sobreprotegerlos, entorpeciendo su desarrollo.
En esta fase del desarrollo, el niño merece que un adulto se haga cargo de él. Y en este rubro he encontrado un factor indispensable para el manejo de la disciplina y el orden. Un niño respeta al adulto que considera competente. Si bien hay ciertos aspectos de la respuesta individual ante la autoridad que influyen, he constatado que un niño difícilmente le pelea el liderazgo a una autoridad confiable.
Ahora esto no es acto mágico, es un acontecer humano. Al implementar las actitudes básicas: autenticidad, empatía y aceptación positiva incondicional, evidentemente emergen mis facultades, junto con mis limitaciones. Y honestamente, lo asumo, para ser realistas no hay como ocultarlo, como ya lo dije: el reflector nunca se apaga. Así que la única opción viable es reconocerlo públicamente. Esa es una gran responsabilidad, alivio y bendición, porque básicamente mi rol es modelar lo siguiente: «Ser quien soy», para que ellos se atrevan a «Ser quienes son».
Ha sido indispensable para mí reflejarles lo que sí tienen, sus habilidades, sus cualidades. Hacerles sentir que el logro o el fracaso académico no lo es todo. He podido ver la teoría paradójica del cambio operar: un alumno que se siente aceptado por ser quien es, sin excluir sus limitaciones, presenta un cambio favorable en sus calificaciones y actitud gradualmente.
Y esto me lleva a revisar la expresión: «Queremos que los niños sean felices…» y pongo los puntos suspensivos, porque lo que yo quiero para mis alumnos es que sean felices y que desarrollen su capacidad de transitar por la incertidumbre y la frustración. Quiero que se sientan contenidos por el límite y que dentro de esos límites se sientan protegidos y seguros. Quiero que me confieran su confianza y sepan que alguien los cuida. Quiero que se sientan valorados por quienes son y motivados por lo que logran hacer. Que respeten su propio ritmo y se regocijen de sus triunfos y toleren sus fracasos.
¿Lo logro todos los años? ¿Lo logro con todos los alumnos? La respuesta es sí, no en una línea constante, no en una gráfica de crecimiento exponencial. Yo lo describo como una sucesión a veces continua, a veces intermitente de momentos: «aquí y ahora» y confío en las semillas que siembro. Siempre me reprocho a mí misma que tal vez debería ser más cálida, más paciente, más lúcida. Y luego me recuerdo de mi propia aceptación incondicional y me digo lo que escuché de un gran maestro: «Se trata de las semillas que sí germinaron».
A casi veinte años de trayectoria docente, lo que hago por los niños que llegan a mi aula es ofrecer lo que soy, mi compromiso, mi fuerza, mi comprensión, mi calidez, mi congruencia, mi autenticidad, mi aceptación, mi contención, mi intuición, mi inteligencia, mi conocimiento, mi apertura y mi proceso. Escogí una profesión viva, el contacto- cuando lo logro- con estos desafiantes, exigentes, espontáneos, sorprendentes, enigmáticos, amorosos, divertidos seres que son los niños, me vivifica día a día.